Respetamos al hombre extraordinario, al que puede asistirte con su lealtad y destruirte con su enemistad.
Admiramos al los hombres que sobresalen del resto, a los que pueden gestionar sus emociones y luchar contra el enemigo.
A los calculadores, a los capaces de construir grandes obras, a los que, a pesar de las limitaciones, pueden crear un futuro mejor.
Nadie adora a los hombres débiles, frágiles y miedosos, ninguno quiere ser liderado por un pelele que busca la aprobación de todos.
Prescindes, si es posible, de los miembros débiles de tu equipo en el camino, y agradeces, cuando rechazan tu causa.
Cuando reconocemos a un hombre de verdad, imperfecto y disciplinado, inteligente e ignorante al mismo tiempo, preso de sus creencias y libre de los demás, capaz de generar las soluciones precisas y de eliminar lo inútil.
Y sobre todo, líder de su vida y de sus entornos, queremos seguirlo y ser como él, queremos que nos dé alguna pista para resolver como él, y si tenemos la valía requerida, queremos emular su masculinidad.
En consecuencia, amamos a los hombres victoriosos, los competentes, los fuertes, los varoniles, los que después de fracasar una y otra vez pueden levantarse, continuar luchando, a los que tienen la visión más avanzada.
Podemos apostar por ellos, pagar por caminar a su lado, cambiamos nuestras creencias, somos capaces de mudar nuestra propia identidad con tal de recibir su consentimiento.
Luego, entonces, vivimos en libertad consecuente, tú eliges, tú decides, tú accionas; eres el perdedor, el que sigue al hombre dominante o eres el hombre que crea las condiciones y enfrenta las ejecuciones.
Eso sí, responsabilízate por tus juicios y sus consecuencias, porque nada peor, que aun sabiendo lo que admiramos, tú quieras venderte como una víctima más y esperar la prosperidad de un hombre victorioso.
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